Calvo Sotelo, The Cloisters

“Los Claustros van al oeste”

–Joaquín Calvo Sotelo, Nueva York en retales, pp. 51-54.

No se está, no, preparado para esto, por muy preparado que para todo iba a estar uno en Nueva York; no está preparado no para encontrarse de pronto, difuminado tras un cendal de niebla, algo más allá de donde acaba la calle 155 y de donde el Wáshington Bridge lanza su onda sobre el Hudson, rodeado de árboles a los que recorre ya una vibración de primavera, aislado, sin sombra alguna de rascacielos en su cercanía, este monasterio románico que se llama “Los Claustros” con su torre, serenamente erguida, su gótica capilla, su aire medieval y europeo…

Por un instante nos restregamos los ojos como si un caprichoso espejismo nos desorientara; después, al ver afirmarse –apenas la niebla se disipa enteramente– su perfil indudable, apresuramos el paso para buscar, sin pérdida de tiempo, una explicación a lo que nos parece que no la tiene.

Ahora ya dentro de él, mientras recorremos sus salas y contemplamos sus esculturas y sus retablos y sus tapices magníficos, lo comprendemos todo.  “Los Claustros”, como el fantasma, van al Oeste.

Piedra a piedra, no la fábrica exterior, para la que el granito de MIllstone, cerca de New London, ha suministrado su mejor entraña, sino el interior, ha sido transportado de Europa.  De modo que las puertas, las columnas, con sus mil diversos capites, hechas de mil diversos mármoles, las ojivas, las vidrieras, los artesonados las arcadas y las tumbas, desguazadas, desarticuladas como piezas de un “mecano” infantil, han sido llevadas a Manhatthan [sic] desde sus solares del origen. A expensas del medioevo francés y del medioevo español, se ha elevado en este suelo sin Edad Media (Estados Unidos adolecerá siempre de esa falta terrible, de ese salto de la pradera a la metrópoli, sin la abadía entre ambas) un monasterio al que las ruinas de Saint-Michel de Cuxá, Saint-Ghilhem le Desert, Bonefot-en-Cominges y Tires han suministrado, si no su ánima, al menos su arquitectura.  Y al interior, Cerezo, Frías, Illesca, Arlanza, Las Avellanas, parte de sus riquísimos tesoros.

Pero sería pueril suponer que “los Claustros” son un mero engarce de unas colecciones bellas y valiosas para las que se ha buscado, no la fría estructura del Museo, sino ésta, más delicada y sugeridora.  En el fondo inspirador de la construcción de “los Claustros” ha alentado el deseo de dotar de antigüedad a esta tierra que no la tiene, y de clavar en su suelo, al que se aferran los dientes de los edificios de cien pisos, la ingrávida estructura de este monasterio, en el que, sin embargo, a pesar del ingenio y de la gracias desplegados por el arquitecto, algo impalpable nos hace ver que ni la oración ni el cilicio patinaron nunca sus muros, ni el murmullo de los rezos recorrió como una fronda los árboles de sus jardines.

Y entonces nos penetra el alma un sentimiento de comprensión y de ternura.  Como un gigante que intentara balbucir un idioma extraño.  Nueva York, sin snobismo, tierna e inocentemente se diría que pretende fabricarse, a nuestro igual de europeos, su vejez.  Y con un afortunado encaje de muy afines modelos, con reminiscencias y ecos de patrones venerables, construye, a pocas millas de Wall Street, la contrafigura de una de aquellas conventuales residencias francesas, se miniaban los códices, se elaboraban sutilmente los caldos de los ricos licores y se oraba a Nuestro Señor.

El remedo es exactísimo, aunque haya demasiado calefacción en estos claustros neoyorquinos y un imperdonable techo de cristales rompa la comunicación de las fuentes del mejor de sus patios con el azul del cielo.  Pero ése es pecado venial para ser cargado en la cuenta de quienes, por orden de Rockefeller, los erigieron.  Hay otro pecado que me apena más.  Voy a deciros cuál es.  Una de las salas tiene en uno de sus ángulos el arranque de una escalera bellísima.  Es una escalera de madera, tallada exquisitamente con calados y figuras delicadas, que perteneció a una casa de Abbeville, conocida con el nombre de Casa de Francisco I, aunque probablemente fui construída en el reinado de su antecesor, Luis XII, a fines del siglo XV y principios del XVI.  Junto a esa escalera, un grabado reproduce la plaza de la que aquella casa formaba parte.  Es una plaza en la francesa Picardía, sahumada de intimidad y de encanto.  Una plaza con un fuente central, en la que dos viejas, cubiertas de grandes tocas, platican amistosamente… De esa plaza fue arrancada esa escalera.  Y yo me imagino, entristecido, cómo habrá quedado sin ella.  La veo como un muñón ensangrentado, mutilada, con un emplasto de cal y hierro para cubrir su herida.  Y su herida me duele lo mismo que si fuera mía.  Y esa especie de legitimación de origen que el grabado implica se me antoja una crueldad, un ensañamiento o una ostentación inútil.

–¡Ah! — mi digo después–.  Igual mutilación han sufrido, de una o de otra forma, todos los pequeños pueblos que el Catálogo del Museo reseña tan puntualmente…

Y pienso en Cerezo, sin “La adoración de los Magos” –escultura soberbia– traídos a la tierra de su frío usurpador, el padre Noel, desde su iglesia de Nuestra Señora de la Llama, y en la casona de Illescas, a la que un ventarrón de dólares voló su artesonado espléndido del siglo XV, y en la Catedral de Burgos, con la mella en su colección de tapices de este de la Natividad del Señor y este otro de la Redención del Hombre, en el que sobre hilos de oro y plata disputan teológicas alegorías de los vicios y de las virtudes.

Y pienso, en suma, en toda Europa que, análogamente, bajo el castigo de sus revoluciones y de sus guerras y de su pobreza, va cediendo, día a día, piedra a piedra, quilate a quilate, sus joyas más preciadas, y mandándolas, como el fantasma de René Clair, hacia el Oeste, hacia el Oeste…

 

 

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