Coney Island, Julio Camba

Cuando las gentes de Nueva York quieren descansar el horrible ajetreo cotidiano, toman el tren o el vapor y se van a Coney Island.  ¡Coney Island…!  Yo anhelaría descubrir sus umbrías alamedas, propicias a los enamorados, y sus fragrantes jardeins, y sus crepúsculos, llenos de paz y de poesía; pero en Coney Island no hay nada de esto.  Hay, en cambio, toboganes, montañas rusas y barcos de esos que, desde una cierta altura, se lanzan al agua vertiginosamente, y plataformas giratorias, donde hombre y mujeres se sientan para salir despedidos al instante contra las pareces y poder pisarse mutuamente las cabezas, y mil cosas por el estilo.  Todos los Luna Parks y todas la Magic y White Citys que uno ha visto en Europa, todas las ferias de Neuilly y todos los cabarets du Neant, no sirven para darle a uno ni una pálida idea de lo que es Coney Island.  Coney Island es esto:  un lugar donde, cada día, más de doscientas mil personas se reúnen para atropellarse ferozmente unas a otras con arreglos a las últimas invenciones de la mecánica.  Infinidad de aparatos automáticos tocan el mismo kake-walk de la misma manera agria, rápida y estridente.  Los tíos de las barracas llaman al público a trompetazos.  Unos gritos salvajes salen de las montañas rusas y de los water-chuts.  Suenan los bocinazos de los automóviles… Los anuncios luminosos se encienden y se apagan y giran y se substituyen unos a otros constantemente.  En el aire hay un tanto por ciento de grasa derretida, otro tanto por ciento de sudor y otro tanto por ciento de tierra.

Y así es como se divierten los americanos.  Se divierten a la americana; esto es, de prisa y con mucha maquinaria.  El lector creerá que exagero si yo le digo que Coney Island es en Nueva York el lugar predilecto para las parejas de enamorados.  No hay en ello, sin embargo, exageración alguna.  Cuanto estas muchachas de ojos azules y de cabellos rubios se encuentran en una disposición verdaderamente sentimental, es cuando se dejan conducir a Coney Island con mayor gusto.  Allí pasean sus amores en trenes fantásticos, por túeneles misteriosos, a velocidades inauditas, o bien se meten en unos toneles con los elegidos de su corazón y se echan a rodar por planos inclinados hacia imaginarios abismos.

En Coney Island existen también las clásicas cabezas de turco de la ferias europeas; pero estas cabezas son aquí verdaderas cabezas humanas, si los americanos me permiten llamar humanas a las cabezas de los negros.  El público, por una cantidad módica, puede permitirse el placer de tirarle huevos crudos a unos cuantos negros que están al fondo de una barraca con las cabezas encuadradas en unos lienzos.  Hay tirado que no falla jamás y que le da siempre al blando, es decir, al negro.  El espectáculo constituye un hermoso ejemplo de esta fraternidad de razas que existe en América y, en general, todo Coney Island le da a uno una gran idea de los sentimientos pacíficos de este pueblo.

En Europa, el campo suele ser como un antídoto a la ciudad.  Aquí parece como si la gente, no contenta con el vértigo espantoso de Nueva York, fuese, en sus días de asueto, a buscar a un lugar espcaial más velocidad y más estrépito todavía.  Porque Coney Island es lo mismo que Nueva York, sólo que reducido y concentrado.  A la larga, y si sigue por el mismo camino, Nueva YOrk vendrá a ser como una Coney Island gigantesca, con montañas rusas en vez de tranvías y toboganes en lugar de escaleras.  ¡Una Coney Island, donde millones y millones de personas se atropellarán y se magullarán y se pisotearán unas a otras en medio de una algarabía feroz!

 

Julio Camba, Un año en el otro mundo

 

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