Nos habíamos visto ya, Nueva York. Tú no puedes saberlo. Yo sé bien cuándo y en qué momento por vez primera. Tú estabas detrás de Mary Pickford, que sonreía recostada en el brazo de Douglas Fairbanks. Yo he cambiado mucho, pero tú, Nueva York, al menos a distancia, eras entonces como ahora, sobre poco más o menos: con la estatua de la Libertad, con sus rascacielos, con tus remolcadores afanosos, con tus muelles poblados de mástiles, con tus puentes gigantescos y hasta juraría que con ese mismo celaje con el que te encuentro hoy, subrayando, como un ceño malhumorado, tu cielo de un frío azul. Yo no había ido a Areneros, aquella tarde, pero en mis manos pesaban los libros de texto y los lápices Faber y en mi conciencia, el remordimiento de mi mala conducta. Tú, Nueva York, sin saberlo, me compensabas de todo. Tú y mi novia colegial, es claro. Pero te juro que ella notaba mis manos desamparar las suyas cuando tú surgías sobrecargado de vida y de misterio y el piano del sexteto modulaba en tu honor un tema de “fox” ingenuo. Mi novia, sí, tenía celos de ti, ciudad anhelada y múltiple, y yo hube de recuperar su gracias con el compromiso de no llegar jamás hasta tus puertas si ella no venía a mi lado con sus dedos mimosamente entrelazados a los míos y sus ojos muy abiertos para verla también. Puesto que la vida la separó de mí y canceló mis compromisos la tremenda prescripción extintiva de los años, no estoy incurso en perjurio rindiéndote hoy, hombre maduro ya, sin ella, la visita soñada cuando en la pantalla casi primitiva del Royalty de mi adolescencia aparecías tú, meta de un mundo tan sólo adivinado entonces, y yo me daba cita a mí mismo para un día cualquiera sobre las aguas ennegrecidas y sombrías del Hudson. Ahora voy en esta motora espigada y ágil, sobre su lomo circundado por el ruido de las anclas y las grúas, y el estridor de las sirenas a pasar revista, como en un inventario sentimental, a esos perfiles con que el “cine” mudo comenzara un día a familiarizarme ya. Allí están, como tubos de un órgano monstruoso, los rascacielos del Woolworth, del Singer, del Standard Oil, del Whitehall, del Cities Serving, del Banco de Manhattan, con sus decenas de pisos, con sus millares de empleados, sus ascensores expresos, sus dramas y –¿por qué no?– sus vodeviles, con sus tremendas torres sin campanas, avanzados sobre el borde mismo de la isla, los cimientos clavados en su roca virgen y las agujas enhebradas a la línea del río. Allí están, como pórtico de entrada a un suelo fabulosamente rico y ancho que no acaba sino muchos miles de kilómetros al Oeste, donde el Pacífico templa las costas de California. Allí están, como credencial de una tierra en la que todo tiene una trepidación, un ritmo, una tensión arterial abrasadora y en la que el hierro logra la misma floración rápida de los árboles de la jungla.
Nuestro pequeño barco, entre un dédalo de portaviones y acorazados, de petroleros y transatlánticos, de gabarras carboneras y ágiles corbetas militares, que el Hudson aguanta hercúleamente en las encías de sus muelles, marcha ahora paralelo al Battery Park y al Acuarium a recibir el espaldarazo de los puentes de Brooklyn y mientras su quilla sosegadamente enfila el East River, alguien de entre nosotros pregunta en voz alta:
–Para cuando los primeros habitantes de Marte se descuelguen de su planeta hasta el nuestro, ¿no seré esta la mejor antesala del mundo que haya de recibirles?
Y es la fuerza del escenario que tenemos antes nuestros ojos tanta, que nadie se atreve a discutirlo.
–Sin embargo…– insinúa mi amigo tras una pausa.
–¿Qué?–le interrogamos ávidos de candidatura nueva.
–Sugiero la plaza de San Pedro– dice ensoñadoramente.
–Propongo la Avenida de los Campos Eliseos –apunta otro.
–Tal vez, pero con distinto gobierno– afirmo, lleno de suficiencia.
El viento enlaza a nuestra conversación con el ruido del tren elevado de la Tercera Avenida, que llega a South Ferry, y la apaga por un instante. Apenas puedo, me acerco, cómplice, al piloto de nuestra motora. Nación en Galicia habló hace poco, con nostalgia, de sus lluvias y su tristeza y su dulzura.
–¿Sabe usted lo que pienso? Pienso en Santiago de Compostela, frente a la Catedral, ¿eh, qué le parece…?
de Nueva York en retales