Solo y en silencio veo caer la tarde, en este friolero domingo de abril, desde la balconada más alta del Empire. He subido sus 102 pisos, y, 266 pies por cima de la aguja de la torre Eiffel, o sea, a 1,250 de altitud, contemplo a Nueva York con el varillaje de sus avenidas y de sus calles, abierto en torno mío. Soy un muezín al que la faltan la voz y el texto hábiles para suspender la vida de la ciudad. Está ante mi, monstruosamente dilatada, como un aneurisma de asfalto, inaprehensible, inmensa.. Mi vista abarca los ochos millones de Nueva York (Queens, Ritchmond, Mahatthan, Brons [sic], Brooklyn, el millón de Nueva Jersey, el medio millón de Newark.. Y Elizabeth, y Paterson, y acaso, acaso, las estribaciones de Connecticut. Son, en suma, más de diez millones de seres humanos los que la mirada engloba desde este observatorio mágico. Diez millones… Yo pienso de qué distinta manera late para cada uno de ellos el minuto fugitivo que se me escapa de las manos y de la vida. Un minuto desde el Empire… Un minuto para la muerte, para la lucha, para el amor… Un minuto inadvertido por muchos, subrayado por otros indeleblemente, un minuto de éxito inicial o de fracaso, de principio o de fin. ¿En qué cuadrante bate la felicidad sus alas invisibles? ¿Sobre qué otro cierne la desgracia su sombra angustiosa? ¿dónde hay tendida una mano a la esperanza? ¿Dónde caída otra al desengaño? Tras los infinitos muros de las casas que me rodean, ¿qué se guarda? ¿monotonía, costumbre, ilusión…? ¡Ah!, un solo minuto proyectado sobre diez millones de almas lo encierra todo, y todo cabe en él. En contraste de aquellos que querrán rebasarlo pronto para que el dolor les huya, los novios que han subido conmigo aspiran a eternizarlo sobre el zinc de la cúpula. Allí hay otros muchos nombres, entrelazados a la espera de los suyos. Igual que en las acacias del Retiro, que ahora estarán florecidas y expandirán como un halo impalpable su primaveral aroma, el frío metal, no la tierna madera recorrida de savia nueva, sirve aquí de estuche a su dulce legado. Vedlo concluído Sus iniciales, barrocamente dibujadas, un círculo en derredor de ellas como vallado rústico. Y al borde, la fecha: 7 de abril de 1946. En este instante, unos barcos se desprenden y apuntan hacia el mar. ¿Europa? ¿Suramérica? ¿Qué es lo que buscan? En este instante, una bocina de automóvil traspasa la altura y nos trae su alarma, a la que la distancia hurta parte de su zozobra. En este instante, el penacho de una humareda se diluye en el aire…
Diez millones de seres ofrecen un muestrario de almas demasiado extenso. A lo largo de este efímero minuto, alguien escribirá el verso inaugural de un soneto, alguien pesará sus fórmulas y buscará la clave de sus problemas, alguien madurará la idea del crimen que mañana narrarán los periódicos, alguien besará por vez primera, alguien, sencillamente, expirará… Y es angustioso darse cuenta de que uno gira desde la tremenda atalaya del Empire a todos los puntos de la rosa de los vientos y apunta, ciego, ya a la flor, ya a la arcilla, ya al sueño de la gloria o de la muerte, sin saber el rumbo exacto de ninguna de tan varias desinencias… Recíprocamente, en esa pequeña e ínfima cosa que es la vida de uno, ¿no habrá ningún pensamiento lejano que se engarce, que venga a buscarnos; no habrá ningún corazón que envíe el nuestro su mensaje y su nostalgia?
Lo primero que nos sale al paso cuando volamos es la soledad. La soledad me punza el alma en esta friolera tarde de domingo. Y de pronto, he aquí que una lucecita brilla inesperadamente a través del cristal de un edificio cualquiera. Sobre la más grandiosa concentración urbana que existió nunca, esa pequeña, esa diminuta luz que en la impavidez de una tarde limpia de niebla brilla anticipadamente se me hace algo así como cifra y llave de todo el entero secreto del hombre. Cuanto el hombre persigue, por cuanto lucha y se afana, va a reunirse, al fin, en el área que alumbra una lámpara encendida. A ella, si una mano de mujer da calor a las suyas, y hay, acaso, como un fleco de la mesa familiar, la cabellera desordenada de un niño, el hombre lleva cuanto ambicionó fuera, en la fatiga de la calle: el dinero, la fama, el poderío.
De donde se infiere que a este universo que es por si mismo Nueva York, la luz encendida en una ventana indeterminada nos lo hace ver como lo que es únicamente, como una suma nunca conclusa de muchos millones de hombres, cada uno de los cuales, a despecho de ser parte de un todo gigantesco, es una sencilla unidad sujeta al inexorable denominador común del alba y de la noche, animado de los mismos telúricos impulsos, punzado por las mimas indeclinables limitaciones, un hombre, en definitiva, que igual que el primero que alentó sobre el planeta o su coetáneo de cualquiera mínima y escondida aldea, busca la senda que le lleve a la paz y le emancipe del sufrimiento. América, sí, ha constuido una ciudad de fábula, superadora de los sueños y de la mitología, pero en el justo y limitado aforo del hombre original de la caverna, el de Nueva York resuelve su dicha o su desdicha. Que la luz sea la de chisporreante leña cortada por el hacha de sílex o la azulada de gasa o ésta, en anillos, de la energía eléctrica, no importa. Como hace diez mil años, congrega bajo su foco a una familia. El hogar es semejante. Es el paisaje el que varía. Y yo, endefinitiv, entregado a este vuelo del ascensor, que me devuelve a la común plataforma de la tierra firme, hago lo mismo que mis ancestrales predecesores –sombras de Cromagnon o de Neanderthal– cuando descendían, del árbol o de la cueva, al camino cotidiano.