Desde la calle 110 hasta la 116, entre las Avenidas quinta y octava, puede decirse que estamos en España. Una España algo negra, desde luego, pero una verdadera España por el idioma, por el carácter y por la actitud general del hombre ante la vida. Veamos las muestras de las tiendas y los anuncios luminosos: “Doctore Roqué, cirujano-dentista”, “Pastelería de Simón”, “Campoamor, Comidas y bebids”, “Librería Sanjurjo”, “Librería Cervantes”, “Nuestra Señora de Guadalupe”, “La Flor Asturiana”, “El Patio”, “Teatro de San José”, “Billares Rodríguez”… No cabe duda de que esto es España, y sólo con un espíritu mezquinamente provinciano dejaríamos de reconocerlo así. Es España en toda su enorme variedad histórica. Es la España grande, la España donde nunca se pone el sol todavía, la España hispánica, en una palabra.
En el teatro de San José no son únicamente el gallego, el catalán o el baturro quienes hacen las delicias del público con sus acentos respectivos. A la par de ellos salen a escena el jíbaro de las Antillas, el pelado mejicano, el atorrante argentino, etc., etc. Se bailan jotas y sones, sardanas y rumbas, pericones y muñeiras, peteneras y jarabes. Se tocan la guitarra, el cajón, los palillos, el güiro, la pandereta, la marimba. Se canta flamenco y pampero y se alternan alalás con vidalitas o malagueñas con corridos. Los restaurantes, por su parte, no serían considerados como restaurantes españoles si, junto al arroz valenciano o la escudella catalana, no incluyesen en la carta los tamales, el churrasco, el mole de guajolote, el chile con carne, la barbacoa, el sibiche, el chupe de camarones y demás platillos o antojitos hispanoamericanos. Y si usted, amigo lector, considerase algo bárbara esta nomenclatura, yo no podría por menos de lamentarlo, porque ello demostraría, no que es usted muy español, sino que lo es usted muy poco, que tiene usted de España un concepto peninsular exclusivamente y que carece usted de conciencia histórica nacional.
Esta conciencia histórica, si en efecto le falta a usted y quiere usted adquirirla, en ninguna parte podrá lograrlo mejor que en el barrio de Nueva York a que me refiero, donde se encontrará usted, en pequeño, con una España muy grande.
Se trata de in barrio pobre habitado en su mayor parte por gentes de color. Hace cosa de quince años ese barrio estaba todo él en manos de los judíos, yo yo recuerdo una ocasión en que, habiéndome detenido por pura curiosidad a la puerta de una ropavejería, cuatro o cinco judíos se abalanzaron simultáneamente sobre mí.
–¿Le gusta a usted este gabán?– me dijeron enseñándome un gabán muy grande, que estaba colgado con otras prendas.
Y toda mis resistencia fue inútil. Quieras o no, no tuve más remedio que probarme aquel gabán, que en opinión de los judíos, me sentaba muy bien. Yo me daba perfecta cuenta de que varias manos recogían a mis espaldas la tela sobrante y de que, en cuanto yo me quedase a solas con el gabán, desaparecería por completo dentro de él; pero esta convicción no me servía de nada. Los judíos, simulando una súbita afección por mí, dijeron que aquel gabán valía lo menos cincuenta dólares, pero que, en vista del interés que yo tenía en llevármelo, harían un sacrificio y me lo dejarían en veinte.
–Pero si no lo quiero para nada –protestaba yo.
–Vengan quince dólares –me replicaban. Vengan diez dólares solamente. Vengan ocho. Vengan siete y medio. Vengan cinco…
Total, que me llevé el gabán de los judíos y casi todos mis dólares, y que ésta es la hora en que no comprendo todavía aquel negocio ni desde mi punto de vista ni desde el punto de vista contrario.
Pero ya no quedan judíos en Harlem. Los negros de Puerto Rico, al invadir Nueva York, iniciaron una ofensiva realmente sangrienta contra ellos. Hubo tiros y puñaladas, y como, a pesar de todo, los judíos se resistían, a veces, para desalojarlos fue preciso comprarles todos los gabanes que tenían en venta, hecho histórico que explica en gran parte la pintoresca elegancia de los llamados aquí negros latinos.
Hoy ya no se habla yiddish más que en la calle 110. Desde la 11 en adelante hasta la 120, poco más o menos, se habla el español con todas sus modalidades. Se habla, se reza, se canta y hasta se baila.
–La ciudad automática