Julio Camba, “The Empire State Building”

Durante un período de diecisiete años, el Woolworth Building ha estado mirando por encima del hombro a todos los otros rascacielos neoyorquinos.  Era el coloso, el gigante, el matón.  Cuando uno entraba por primera vez en el puerto de Nueva York, los compañeros de viaje se lo enseñaban a uno, muy orgullosos de mostrar su familiaridad con él.  Luego se hacía uno transportar a su observatorio, y desde allí, por la módica suma de cincuenta centavos, podía hacerse la ilusión de que dominaba por completo a la gran ciudad.

Nadie se atrevía con el Woolworth Building, cuya dictadura duró, como digo, diecisiete años, y el formidable armatoste empezaba ya a adquirir en el tiempo una importancia que sólo le correspondía en el espacio, y a presumir, como si dijéramos, de pirámide de Egipto, esto es, de cosa definitiva y eterna; pero lo que no ocurrió ni una vez en diecisiete años ha ocurrido tres veces en poco más de uno.  Primero fue el Manhattan Company Building, que, con sus 71 pisos, se elevó sobre el Woolworth.  Luego el Chrysler llegó a 77, y ahora acaba de inaugurarse el Empire con 85, sin contar los dos subterráneos ni los dieciséis de la torre.  Y he aquí cómo, de la noche a la mañana, ha sido puesto en ridículo el matón.  No ya cincuenta centavos.  Ni diez, que es el precio máximo a que vende sus mercancías la Compañía Woolworth– los Woolworth Stores equivalen aquí a nuestras tiendas de todo a sesenta y cinco–, daría hoy nadie por visitarlo.  En cambio, el Empire ha hecho cien mil dólares el domingo siguiente a su inauguración vendiendo a un dólar los billetes para subir a su observatorio.

El Empire State Building se inauguró oficialmente el día 1 de mayo.  Desde su residencia en Washington, Mr. Hoover apretó un botoncito y toda la planta baja del rascacielos quedó profusamente iluminada.  Una cinta de ceda contenía en la calle a los invitados.  Con unas tijeras de acero cromoníquel, que es el metal de que está revestido el edificio, una niña de doce años, muy regordeta por cierto, cortó la cinta, y allá fue Jimmy Walker, el alcalde de Nueva York, tan chulo como siempre, y Al Smith, el contrincante de Hoover en las últimas elecciones presidenciales, que es el jefe de la compañía –en realidad, el Empire se ha construido para darle un sueldo y hacerle un anuncio a Al Smith–, y todos los notables de la ciudad.  Naturalmente, se habló de los grandes destinos a que está llamado Nueva York y de la torre Eiffel, ya sobrepasada, y por nada menos que 75 metros. La torre Eiffel era una espina que Nueva York tenía atravesada en la garganta, y si tarda un año más en arrancársela no sé lo que hubiera ocurrido.

Yo subí, claro está, al Empire State Building, y desde éo pude ver un espectáculo que no había podido ver desde el Chrysler: pude ver al Chrysler de arriba abajo, en su debida relación con los otros edificios de la ciudad.  Lo que no se ve desde el Empire, naturalmente, el el propio Empire.  No se ve desde el Empire ni desde ninguna otra parte. El Empire carece de perspectiva, y cuando se construya el próximo rascacielos de 100 pisos, allí me tendrán ustedes, no para ver ese rascacielos precisamente, sino para ver el rascacielos anterior.

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